Nuestra gran derrota.

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Llega un día en que, los empleados de la única fábrica del pueblo, son llamados a una reunión.

Hace meses que escuchan rumores. Nadie ha querido decirles nada directamente cuando han preguntado. Pero, sí, llega el día y la empresa les comunica que va a trasladar la fábrica a una ciudad de nombre casi impronunciable, en un país de Europa del Este.

Al principio, claro está, los trabajadores se indignan. Que cierre la fábrica no supone únicamente que ellos, que llevan casi toda la vida trabajando en ella, se vayan a quedar sin trabajo. Supone que tampoco sus hijos, cuando crezcan, lo tendrán. Supone darle una estocada casi mortal a la economía de su pueblo. Incluso de toda la comarca. Con la fábrica se irá el dinero. Ese dinero que entraba en los comercios y en los bares después de haber entrado en las casas de los trabajadores. Ahora, presente y futuro, parecen haber desaparecido como desaparece el suelo bajo los pies de uno.

Sin embargo, cuando, enfadados, quieren saber por qué, la empresa les responde:

– Para minimizar costes.

La empresa no tiene pérdidas, es, simplemente, que llevando la producción a esa ciudad obtendrán más beneficios.

Muchos de los empleados, aunque les joda, lo entienden. Claro, es normal, comentan después. El dueño de la fábrica quiere gastar menos y así ganar más. Quizá, se recrimina alguno, si hubiésemos cobrado menos no pasaría esto.

Y así es como se infringen ellos mismos un castigo más pesado que el haber perdido su trabajo. Aceptando la mentalidad y las razones de quién les ha hecho esa putada. Esa es la segunda y más dura derrota.

Vivimos una fase salvaje del capitalismo. No hace falta ser muy observador para darse cuenta de que, ahora mismo, el sistema económico que, tras la Segunda Guerra Mundial, la política consiguió domesticar en los países occidentales, cabalga desbocado. Ya he hablado muchas veces del enorme fallo que supuso eliminar los controles políticos a la economía. El enorme daño que el neoliberalismo le está haciendo a la Humanidad. Pero, para conseguir algo así, para imponer esta visión del mundo como una mercancía, el capitalismo ha tenido que librar primero una “batalla espiritual”. Antes de conquistar el mundo, ha tenido que conquistar la mentalidad de la gente. Y ahí es donde, los trabajadores de ese supuesta fábrica cerrada, han perdido la batalla.

En realidad, todos la hemos perdido. ¿O acaso no hemos aceptado todos tácitamente la ética del máximo beneficio, el principio según el cual es normal hacer lo que sea necesario para garantizar más ganancias, más dinero? ¿Acaso no hemos aceptado todos que el dinero es el bien máximo en nuestra sociedad? ¿Acaso no hemos dejado en un segundo plano otros valores para situar los propios de la empresa en el centro de nuestra vida? ¿Es que, acaso nosotros, no veríamos también normal que se nos despidiera para conseguir ganar un poco más de dinero?

Quizá precisamente por este motivo en España, en Grecia o en Portugal no se haya producido ya un estallido social. Porque la gente ve como algo normal, incluso lícito, que la desposean de sus derechos en aras de una ganancia superior. Tal vez porque hemos asumido esta idea, las empresas españolas pueden dejar de fabricar en España, destruyendo miles de puestos de trabajo, para irse a fabricar a lugares donde no se cumplen unos stándares mínimos de respeto a los derechos laborales. Tal vez por eso pueden evadir impuestos y llevar su dinero a paraísos fiscales. Pueden hacerlo y conseguir que sigamos comprando en sus tiendas de ropa. Pueden hacerlo sin quedar completamente desacreditadas. Pueden hacerlo porque nosotros hemos acabado pensando como ellas.

Sin embargo, algo parece estar cambiando. Es posible que, en cierta manera, esta “ética del máximo beneficio”, esté, poco a poco, abandonando la visión que del mundo tiene la gente. Pero es un veneno que será muy costoso de eliminar. Al fin y al cabo, desde el final del comunismo y sus horrores, el capitalismo se ha mostrado como la única manera posible de entender el mundo, como si no hubiese ninguna otra opción. Así nos hemos educado muchas generaciones. Pero hay otras formas de organizar la sociedad. Encontraremos otra manera en la que ganar dinero pese a quien pese no se lo normal.  Y más ahora que el sistema parece vivir en una crisis definitiva.

Quizá sea, precisamente, el cambio de mentalidad de la gente que destierra estos principios  de su vida personal, lo que haga que se tambalee. Porque, cuando la gran mayoría dejemos de aceptar que todo vale con tal de ganar dinero, el sistema que se nutre de esa idea caerá por su propio peso.

Pero eso no pasará hasta que veamos el que nos echen a la calle sólo para ganar más como lo que es. Una injusticia.

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