El error sindical.

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Vaya por delante de lo que voy a decir que no sólo respeto, si no que valoro como fundamental la labor y la existencia del sindicalismo. Sin los sindicatos (y muchos se empecinan en obviar esta realidad) las condiciones laborales serían igual de terribles que lo eran en el siglo XIX. Sin sindicatos no habría límites en la jornada laboral, ni fines de semana libres, ni vacaciones. Sin sindicatos habría trabajo infantil masivo. Sin sindicatos, en definitiva, seríamos Bangladesh.

Durante años, desde el fin del franquismo, el sindicalismo ha luchado por mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, consiguiendo estándares europeos en un país que no lo era no hace tantos años. Conviene no olvidarlo.

Dicho esto, creo que no es de recibo callarse y hacer como que aquí no está pasando nada. Los dos principales sindicatos españoles, C.C.O.O. y U.G.T, están haciendo el más absoluto de los ridículos. Sin medias tintas. Es así. El sindicalismo español está en las últimas y, si no se dice bien a las claras, nunca resurgirá, para enorme alegría del empresariado. La realidad es que el sindicalismo no está cumpliendo su papel. La realidad es que los trabajadores les han dado la espalda a los sindicatos. Y con razón.

¿Por qué ha sucedido esto? Pues por una razón muy sencilla. No es que los obreros se hayan vuelto de repente todos neoliberales (que alguno caído del guindo hay). Esto ha sucedido porque, desde hace más de diez años, el sindicalismo ha dejado de cumplir con su labor de defensa de los derechos del trabajador. Sí, durante todo el loco proceso de la burbuja económica española, y aún antes, en los mandatos de Aznar, el sindicalismo español se dedicó a sentarse en las mesas del poder. Pero no para pelear con él, si no para ver si se les pegaba algo. Y así nos luce el pelo. Durante todos los años de la burbuja, en los que unos cuantos se enriquecían a lo bestia mientras los mileuristas eran la norma, los sindicatos mayoritarios ni dijeron esta boca es mía, no levantaron la voz, no se les escuchó decir una palabra más alta que otra. Y, mientras en España se desmantelaba la industria, deslocalizándola a países con menos derechos laborales, el sindicalismo seguía sentado a la mesa del poder, pero, ya digo, sin pelear con él si no compadreando.

Por supuesto que no voy a caer en el tópico del sindicalista vago que sólo vela por sus propios intereses y no por lo de los trabajadores de su empresa. Los habrá. Seguro. Todo tópico parte de una realidad. Pero el problema de los dos grandes sindicatos no es ese. El problema es que han dejado en sus funciones. Es que han dejado de pelear. Es que, me parece, como le ha pasado a parte de la izquierda, se ha dejado comprar por la economía liberal. Ahora, me parece también, intentan despertar de ese sueño en el que, para ser justos, no eran los únicos en estar sumidos.

Esperemos que así sea. Los necesitamos. Ahora que la crisis ha servido como excusa para quitar derechos y bajar salarios. Ahora que el capitalismo intenta que retrocedamos más de cien años. Ahora, más que nunca, necesitamos sindicatos fuertes.

Espejismos.

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Vaya por delante que no soy un experto en economía. Bueno, ni en economía ni en nada. A qué mentir. Sin embargo, me voy a tirar a la piscina y dar mi opinión sobre la cifra del paro del mes de junio. Sí, la que ha salido hoy y que el Gobierno y muchos medios de comunicación celebran como el principio del fin de la crisis. Y es que los que se apuntan al paro han bajado en más de ciento veinte mil personas.

Y sí, es una buena noticia. Siempre que haya menos gente en paro, hay que alegrarse. Sobre todo en la situación que vivimos. Pero no lancemos las campanas al vuelo. Porque, esta cifra, siendo buena, tiene, en primer lugar, trampa. Sí, habrá mucha gente que ya no esté apuntada al antiguo INEM porque haya conseguido un empleo (precario, casi seguro). Pero también hay gente que, cuando deja de cobrar el subsidio, se borra porque ya no le sirve para nada.

Aparte de este factor, por mucho que nos diga Mariano Rajoy que la cosa va a ir a mejor, todos sabemos que, en cuanto pase el verano, nos vamos a pegar otro batacazo. Porque, todos sabemos, que todo ese empleo estacional depende del turismo, el único motor de la economía. Y ahí está, creo, la madre del cordero. Ahí está el problema fundamental: que no tenemos industria.

Ya digo que no soy ningún experto en economía pero, sin serlo, parece de cajón pensar que un país que no produce prácticamente nada, que fabrica los productos que exporta en países en vías de desarrollo o del tercer mundo (véase Inditex y otros) es un país que no va a volver a crear empleo. El vacío que dejó la burbuja inmobiliaria no se ha cubierto con nada y, lo que es peor, durante los últimos veinte años nos hemos dedicados a cargarnos la industria española.

Así que, o mucho me equivoco (ojalá lo haga, de verdad) o entre noviembre y diciembre el paro volverá por sus fueros, los salarios seguirán bajando drásticamente (para alegría de los miembros de la CEOE) haciendo bajar el consumo y nuestra economía seguirá en estado comatoso.

Pero ya digo que yo no soy ningún experto en economía. Claro que, visto lo visto, los que dicen que sí lo son, nos mienten.

El hombre que nunca estuvo allí.

Mariano Rajoy, no toi (La Sexta noticias)

A lo mejor es sólo percepción mía pero, ¿no da la impresión de que Mariano Rajoy sale cada vez menos en televisión y en otros medios? ¿No parece que, poco a poco, esté desapareciendo de nuestras vidas, hasta haberse desvanecido?

Desde hace meses, cuanto peor van las cosas no sólo en el ámbito económico, si no sobre todo en lo que ya podríamos llamar “el ámbito de la corrupción”, cuando toca salir a dar la cara, nunca lo hace el que se supone que rige los destinos del país, el que se supone que tiene que poner el rostro para que le lluevan las tortas. Mariano, para ese menester, parece no estar disponible nunca.

Está claro que Rajoy dista mucho de ser un idiota. De hecho, la estrategia que está poniendo sobre el tapete con concreción maestra es propia de una mente preclara. Después de lo que le ha costado llegar a presidente (poca idea nos hacemos de la cantidad de mierda que ha comido Mariano para llegar hasta donde está. La cantidad de desplantes en su partido, de elecciones perdidas, de puñaladas por la espalda…), después de haber hecho todo esto, Mariano no piensa dejar el gobierno así sin más. Y sabe, porque, repito, no es idiota, que, cuanto más expuesto esté, más se quemará. De hecho, esconderse, que puede ser de lo más cobarde y rastrero, en este caso, además de eso, es un movimiento que está teniendo éxito. Ya casi no se habla de Rajoy. Se habla de Wert (al que Mariando deberá grandes favores por todos los palos que se está llevando en su lugar), se habla de Sáez de Santamaría, de Montoro, de De Guindos. Incluso (por Dios Santo!) se habla de Fátima Báñez, (como si hubiese algo interesante que decir sobre ella.)

A este paso el presidente se convertirá en un rumor, en una leyenda urbana de esas que se asegura tener pruebas. “Que sí, que yo no lo vi, pero un primo mío de Segovia me dijo que le había visto en el Parlamento.” Pero lo que quiere Rajoy, lo que tengo la impresión que tiene planeado, es confiar en que esto escampe en menos de dos años, aguantar agazapado sin convocar elecciones anticipadas, que la economía se recupere un poco, colgarse las medallas y cobrarse todo lo que este marronazo le está costando.

En definitiva, la estrategia de Mariano es ponerse de perfil, dejar que escampe y esperar a que la ciudadanía española se olvide de los recortes, la corrupción y la supresión de sus derechos.

Lo terrorífico es que le puede salir bien.

Cambios.

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Algo está cambiando en todo el mundo. Quizá porque vivimos inmersos en medio del huracán de la realidad, nos es difícil darnos cuenta. Pero si, por un momento, intentamos tomar perspectiva, mirar las cosas “desde fuera”, creo que nos daremos cuenta de que las sociedades de buena parte del mundo entero están sufriendo una drástica transformación. Vivimos tiempos revolucionarios.

Empezó en Túnez. La ciudadanía, harta de la dictadura, se movilizó, salió a la calle. Y prendió la mecha de lo que se dio en llamar la “primavera árabe”. Egipto, Libia, Bahrein, Siria, Marruecos, ahora también Turquía. Pero el fenómeno no se quedó en el norte de África y Oriente Medio. En un mundo tan globalizado era casi impensable que no contagiara a Europa, teniendo en cuenta el profundo retroceso democrático y social que se vive en el viejo continente. Grecia, España, Portugal, Londres. Después, el salto del Atlántico, hasta Nueva York y ahora Brasil. Sí, el mundo ha cambiado radicalmente en los últimos cinco años. Algo ha sucedido que ha transformado por completo la relación de la gente con aquellos que les gobiernan. Y ese algo se llama internet.

La comparación de lo que ha supuesto internet con la invención de la imprenta, no por muy usada, deja de ser acertada. Si  el invento de Gutenberg cambió radicalmente el mundo en el que había nacido, haciendo, no sólo que circulara más información si no, sobre todo, que gracias a esa circulación cambiara la mentalidad de millones de personas, la red está produciendo exactamente el mismo terremoto cultural. Y ya nada será igual para los poderosos. Como la imprenta, internet ha cambiado nuestra concepción del mundo y, sobre todo, al compartir enormes cantidades de información sin ningún tipo de cortapisa, ha producido algo mucho más importante: ha hecho que la gente se de cuenta de que no está sola.

Sí, ese es el cambio fundamental. El hecho de que, todo aquel que piensa que las cosas se deberían hacer de otro modo, que ya está cansado de los abusos de poder, de la falta de  transparencia, de que la democracia sea ignorada, todo aquel que piense así, ahora sabe que hay millones de personas que piensan como él. El mejor arma del poderoso es el hacer sentir al opositor que está solo, en minoría. El mejor arma es que los que no están de acuerdo se queden en su casa porque piensan que son únicos, que nadie más está con ellos. Pero ahora ese arma ya no existe. Y, por mucho que los gobiernos (más o menos autoritarios) intentan detenerlo, este cambio es irreversible. No hay vuelta atrás. Ya nada volverá a ser como antes.

Está claro que internet nos va a traer cosas malas, como ha demostrado el espionaje por parte de la administración de Obama, pero no cabe duda de que tiene cosas enormemente positivas. Puede que la red traiga un democracia global nunca antes conocida. Puede que, como estamos viendo, la ciudadanía ejerza, ahora sí, un control mucho más estricto sobre sus gobernantes. Puede que estemos en el umbral de una nueva era en las relaciones políticas. Puede que todo cambie a mejor.

No hay que perder la esperanza.

El plan.

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Hoy se manifiestan en casi toda España grupos de científicos para quejarse del escandaloso recorte en Ciencia e Investigación llevado a cabo por el gobierno. Protestan porque se sienten abandonados. Protestan porque los jóvenes especialistas de nuestro país (cuya formación nos ha costado muchísimo dinero, por cierto) tienen que marcharse a trabajar al extranjero, privando al país, en el futuro, de todo su talento. Protestan, en definitiva, contra el modelo de sociedad que estamos construyendo.

Porque ese es el fondo de la cuestión. Este no es un tema de carácter coyuntural, que dependa únicamente del pésimo momento económico que estamos viviendo. Si se recorta en Ciencia no es porque no quede más remedio, ni porque nos obligue la Troika. Esos son los argumentos que probablemente dará el gobierno y sus defensores. Son mentira. Desde Bruselas sí se nos dice que hay que recortar la deuda pública (que, por cierto, hoy mismo ha batido su record histórico a pesar de todos los recortes), se nos marca un objetivo. Pero se nos dice el qué,  no el cómo. No escucharemos que ningún informe de la Comisión diga que se debe recortar en Ciencia e Investigación. Más bien, probablemente, al contrario.

Entonces, ¿por qué quitar el dinero de la ciencia? Pues porque, en el modelo de sociedad que tienen en mente los miembros de nuestro gobierno y la mayoría de los grandes empresarios del país, la ciencia sobra. Así, directamente. Para el modelo de sociedad que tienen en mente no hacen falta científicos, investigadores y gente con alta formación y, por tanto, sueldos dignos. No. En el modelo de sociedad que ellos promulgan se necesita mano de obra barata. Porque hemos elegido Eurovegas. Esa es, dejemos de engañarnos, la idea que está guiando la acción política del gobierno: ser el balneario de los países ricos del resto del mundo. Curritos con sueldos de miseria para servirles la comida y las copas a los millonarios que vengan de vacaciones. Más allá de eso, no hay nada.

Por eso los recortes en Educación y Ciencia no son producto de un calentón, de una mala gestión de la crisis, si no que forman parte de un plan a largo plazo. El que nos va a meter de lleno en el grupo de países en vías de desarrollo. Donde acaba de ingresar Grecia.

Bienvenidos.

La burla.

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Después de varios años arruinando al país con sus políticas, se filtra un informe del FMI en el que se reconoce que se ha cometido un error con Grecia y que el exceso de austeridad ha empeorado la situación de sus ciudadanos.

Durante unos segundos uno se queda pensando en ello, analizando la disculpa (porque es lo que parece, una disculpa, aunque no lo sea en realidad) y se da cuenta de que más que una disculpa, parece una burla. Sí, da la impresión de que se ríen de la ciudadanía y de su dolor. Da la sensación de que, después de pasarse años diciendo que no había otra opción que aplicar las medidas que ellos proponían, que ese era el único camino, ahora, después de conseguir que los que tienen que ser ricos lo sean más todavía, nos dicen que vaya, que sí, que había otra opción y que la opción obligatoria era un error.

Y el caso del FMI no es el único que suscita esa sensación, esa amarga intuición que nos hace creer que, cuando no les vemos, aquellos que nos gobiernan se ríen a nuestras espaldas.

¿Cómo interpretar si no todo lo que dicen, todas la barbaridades que salen de sus bocas sin que se sonrojen? ¿Cómo explicar si no que, justo después de que el FMI diga lo que ha dicho sobre Grecia, salte la Comisión Europea y diga que no, que en realidad eso no lo ha dicho oficialmente el FMI, que es un informe de sus técnicos, a los que, ahora, parece que no hay que hacer caso aunque llevan cinco años diciéndonos lo importantes que son? ¿Cómo interpretar cada una de las ruedas de prensa que dan María Dolores de Cospedal, Carlos Floriano o el propio Mariano Rajoy (en las escasas veces en que se ve a obligado a dar la cara)? ¿Cómo comprender si no que la ministra de empleo diga que los jóvenes españoles no emigran, si no que ejercen la movilidad exterior?

La impresión que empiezo a tener como ciudadano es que los políticos se han dado cuenta de que, digan lo que digan, sus estupideces y sus mentiras nunca les pasan factura. Se han dado cuenta de que pueden basar toda su política de austeridad en un estudio económico mal hecho, reconocerlo y seguir llevando a cabo las mismas políticas sin variarlas un ápice. Creo que han caído por fin en la cuenta de que, a la ciudadanía, cansada de casos de corrupción, de mentiras burdas y escandalosas, saturados de miseria, ya nos da lo mismo todo. Y que, por eso mismo, se permiten burlarse de nosotros en cada rueda de prensa.

Para darse cuenta de lo bien que se lo están pasando, basta con esperar a la siguiente declaración que nos tome por idiotas. Tranquilos, no tardará mucho en llegar.

La negación de la política.

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Sale a la palestra un cargo político, uno cualquiera de los que están tomando las medidas económicas que nos están hundiendo en la miseria, y dice, sin sonrojo alguno, que esas medidas no le gustan tampoco a él, que si pudiera no las tomaría, pero que no hay más remedio que tomarlas. Que este es el único camino.

La imagen es habitual. De tan habitual (asistimos a ella casi cada día) hemos perdido la perspectiva y hemos dejado de darnos cuenta del disparate que resulta. Que un político salga diciendo que las medidas que está tomando no le gustan sólo deja dos opciones abiertas: o bien el político es un perfecto imbécil o bien está mintiendo como un bellaco.

Cuando a un político no le gustan las medidas que toma le queda una solución muy sencilla: no tomarlas. O, si eso le parece que supone un titánico esfuerzo, dimitir. Por muy excepcional que sea la situación en la que se gobierna, el que se ve forzado a tomar decisiones que van en contra de sus principios debe marcharse a su casa si tiene algo de dignidad.

El problema, claro está, es que todo esto es una total y absoluta falsedad. El problema es que parece que, de tanto ser repetidas, las estupideces empiezan a pasar por verdades. Parece que, cada vez más, hay que explicar conceptos que parecían obviedades hasta hace bien poco. Pero así es el mundo en el que estamos viviendo, fruto de un profundo retroceso en todos los aspectos, también en lo intelectual.

En lo fundamental, y esto debería haber quedado claro hace muchísimo tiempo, la política es el arte de la elección entre varias  posibilidades. Es decir, la función de un cargo político es analizar el problema al que se enfrenta, averiguar cuáles son las posibles soluciones y, en entre ellas, escoger una. Es esta función de elección la fundamental en la labor política y lo que define la tendencia ideológica de cada mandatario. Gobernar es elegir. De manera que, si tal y como nos han dicho innumerables veces ya nuestro Presidente del Gobierno, él hace lo que no tiene más remedio que hacer, ¿para qué le necesitamos? Es decir, que, si la principal función de un presidente, la de escoger políticas, no se cumple en el actual, ¿para qué le pagamos un sueldo? Si en realidad las medidas que adopta le vienen impuestas porque son las únicas posibles, ¿por qué no despedirle y ahorrarnos el intermediario? Si no hay nada que decidir, ¿por qué no poner a un simple funcionario y listo?

Pues no ponemos a un funcionario simplemente porque, ya se ha dicho, no es verdad que no haya otra manera de hacer política. Ese mensaje de que no hay alternativa es de una reducción intelectual que debería ofendernos, aunque rara vez lo hace. Cuando el presidente o quien sea dice que no hay otra alternativa nos están tomando por imbéciles. Así de sencillo. Siempre hay otra política que se puede llevar a cabo. E, incluso dentro de las mismas políticas, hay miles de alternativas posibles.

Hay alternativa a la política de centrar todos nuestros esfuerzos en reducir el deficit público. Políticas que se están impulsando en países tan poco sospechosos de simpatías colectivistas como los Estados Unidos o Japón. Aun más, si elegimos reducir el deficit, hay más alternativas que subir el IRPF y el IVA, recortar en Educación y Sanidad o cargarse la Ley de Dependencia. Se podría recortar en administraciones que sólo sirven para sostener el poder caciquil de los dos principales partidos, como las diputaciones. Por ejemplo.

De manera que sí, hay alternativas. Entonces, ¿por qué usar ese concepto del camino único? Me parece tener una respuesta que puede aproximarse a la verdad.

Nos dicen que no hay otra opción porque saben que, a la inmensa mayoría de la sociedad, las medidas que están tomando nos parecen injustas y del todo reprobables. Nos dicen que no hay alternativa porque no nos pueden decir “sí, podríamos no quitar las becas de comedor en los colegios pero no nos sale de las narices, nos parece que el que no se pueda pagar la comida de sus hijos, que se vaya a Caritas”. No pueden decirnos que se están cargando el estado del bienestar, como hace años que llevan queriendo hacer, porque saben que la mayoría de la población está en contra de ello. Por eso dicen que no hay más remedio, que no queda otra salida, para que nos traguemos su medicina a través de esta burda mentira.

La ciudadanía debería rebelarse en contra de esa idea que, además de falsa, prostituye la democracia al cargarse de lleno la libertad de elección. Si me dicen que no hay donde elegir, en el fondo, lo que me están diciendo es que mi opinión no cuenta, que no hace falta consultarme ya que sólo hay un camino posible. En definitiva, el mensaje que nos están dando es que la democracia está vaciada de sentido y que sólo ellos tienen derecho a decidir lo que debe hacerse.

De momento la cosa les está funcionando.

Invisible.

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Las redes sociales arden convocando una protesta. La ciudadanía está harta. Harta de que le quiten todo aquello que, durante muchos años, ha tenido que conseguir a base de lucha. De que le quiten sus derechos.

Por Twitter y Facebook se coordina una manifestación. Probablemente acudirán miles de personas. Probablemente en los principales puntos de las principales ciudades del país. De Europa incluso. Se queda en plazas y avenidas. Se queda en la puerta de edificios públicos. Se queda donde se puede porque, en el fondo, no se sabe muy bien dónde quedar. Porque, en el fondo, no sabemos quién nos está haciendo pasar por todo esto.

Sí, les llamamos “los mercados”, pero no sabemos quiénes son. Les llamamos “los mercados” porque así quieren ellos que se les conozca. Se llaman a sí mismos “los mercados” porque si dijeran sus nombres (que los tienen) todo el mundo sabría quiénes son, dónde viven, dónde habría que ir a buscarlos. Se llaman a sí mismos “los mercados” para que sus víctimas no puedan recurrir a ellos, hablarles, gritarles, decirle que ya basta. Se llaman a sí mismos “los mercados” porque así es como si no tuviesen nombre, como si fuesen invisibles.

Ese fondo de inversión norteamericano, ese gran inversor británico, ese banco de cualquier lugar del mundo, son felices siendo desconocidos. Porque, para luchar contra algo, hay que ponerle cara, saber a que se enfrenta uno. Cuando eso no sucede, la lucha está, no solo descompensada, si no condenada al fracaso.

Así que, como los ciudadanos no saben muy bien quién les está quitando lo que es suyo (y si lo supieran no podrían ir hasta allí sin pagar uno o más aviones y algún hotel) protestan en las plazas y en las puertas de los que se supone que les representan. Les gritan a unos políticos que se han bajado los pantalones ante sus enemigos invisibles, trabajando sin descanso para ellos, para que sigan siendo así, ajenos e inidentificados.

Ese es su gran triunfo. Que los ciudadanos no sepan luchar todavía contra un enemigo invisible.

 

 

Paranoia.

Luis Barcenas(1)

El periódico de más prestigio durante los últimos cuarenta años entra en una profunda crisis. La crisis, además, no es tan sólo económica, derivada de la pésima gestión que, tras la muerte de Jesús de Polanco, lleva a cabo Juan Luis Cebrián. Además, los problemas financieros, derivan en la peor noticia de todas para El País: un ERE y una profunda crisis de prestigio.

Evidentemente, no es El País el único medio escrito que está en una situación parecida. Todos las demás grandes cabeceras también lo están. Han sido muchos años de mal periodismo, de intentar captar lectores, más que a golpe de buena información, a base de periodismo sensacionalista y regalar cuberterías, televisiores y dvds. Ellos dirán que la culpa es de internet. No debemos creerles. La culpa es suya porque no han sabido o no han querido hacer bien su trabajo.

Además, la gran mayoría de estos medios, al hacer un pésimo periodismo y perder lectores e ingresos, se lanzaron en manos de las entidades financieras que, ahora, se han quedado en sus consejos de administración. Por poner dos ejemplos claros: el grupo que controla el diario El mundo, Unidad Editorial, está en manos del italiano RCS MediaGroup. Por su parte, el diario El País está controlado por el fondo de inversiones Liberty, los bancos HSBC, Santander y La Caixa, así como por Telefónica.

Ahora retrocedamos a los últimos meses de 2012, cuando ambos periódicos sacan a la luz el escándalo de Bárcenas. En especial El País, que es quien publica la contabilidad B del Partido Popular. Por supuesto, todos nos escandalizamos ante la inmundicia que parece haber en las cloacas del partido del gobierno. Del mismo modo que todos nos alegramos de que un periódico que estaba en franca decadencia saque a la luz una noticia tan relevante.

Sin embargo, uno, que no es aficionado a las teorías de la conspiración, no puede, a pesar de todo, acabar preguntándose qué interés tienen, por ejemplo, La Caixa o el Banco Santander en sacar a la luz un escándalo que puede hacer caer al gobierno de Mariano Rajoy, o cómo puede beneficiar a Telefónica que un gobierno que favorece sus intereses se vea metido en serios problemas. Y aquí empezamos a especular.

En primer lugar, se podría pensar que se hace precisamente para reflotar a unos periódicos hundidos en ventas. Una buena exclusiva es precisamente lo que les hace falta para remontar. Esta puede ser una buena razón, desde luego. Pero el tema del que se trata (la financiación ilegal que puede derrocar el gobierno) y la coyuntura económica y política del país apuntan a que tal vez haya algo más. No se correría un riesgo tan grande sólo por vender unos cuantos periódicos.

Hace falta ser muy ingenuo para pensar que estos grandes accionistas de ambos periódicos han decidido dejar que la libertad de prensa sea la premisa que guíe su gestión. Está más que demostrado que, a través de los medios de comunicación que controlan, intentan velar por sus intereses. Un clarísimo ejemplo son los editoriales de El País contra el régimen de Hugo Chávez (que personalmente no defiendo). No es casual que el Banco Santander tenga negocios en Venezuela que se están viendo entorpecidos por el gobierno bolivariano.

Así pues, si la publicación de los papeles de Bárcenas no responde a un afán de informar sin tener en cuenta los propios intereses, ¿por qué han dejando estos grandes grupos que se lance semejante bomba atómica contra el Gobierno? También parece bastante claro que no lo han hecho para propiciar unas posibles elecciones generales que, según todas las encuestas, acabarían con un gobierno tripartito y una Izquierda Unida crecida y con una gran capacidad de influencia. Ni siquiera cabe pensar que, en el fondo, estos intereses económicos estén deseosos de que llegue UPyD al poder. Buena parte del programa de la formación de Rosa Díez no les beneficiaría si fuese aplicado. Por supuesto, no cuentan, porque no son idiotas, con que sea el PSOE en solitario quien alcance el gobierno. Entonces (y sigo especulando) ¿por qué se arriesgan a que el Gobierno pueda caer?

Especulemos.

Supongamos que es usted el gerente de un fondo de inversiones como Liberty. Un fondo estadounidense que, desde que empezó la crisis que usted mismo ayudó a producir, se está lucrando invirtiendo y especulando en contra de las economías europeas. Supongamos, si no, que es usted un gran banco nacional que se está dedicando a comprar deuda del Estado en unas condiciones muy ventajosas (el BCE le da dinero al cero por ciento y usted se lo presta al Estado a 4). Teniendo en cuenta esto, el hecho de que la economía española se desestabilice, le hace a usted ganar dinero. Mucho.

Además (seguimos, sí, especulando) la posibilidad de que el gobierno español entre en una profunda crisis y, en lugar de elecciones, la Troika elija a dedo a unos tecnócratas que lleven a cabo la política que a estos fondos y bancos más les gusta (ellos, son, después de todo, los famosos “mercados”), no es tan descabellada. El caso de Italia probablemente le hace a usted suspirar de nostalgia.

De manera que, con la filtración de los papeles de Bárcenas y la desestabilización de la situación en España, los grandes accionistas (por tanto, propietarios) de El País y el Mundo, ganan. Pase lo que pase.

Es posible que hayan hecho este cálculo de riesgos y que, solo por eso, hayan dejado que esa noticia viera la luz.

Sé que esta visión puede ser demasiado paranoica. Que tal vez los accionistas de ambos periódicos, sin más, hayan dejado trabajar libremente a sus empleados. Que tal vez me esté apuntando a una teoría de la conspiración demasiado retorcida. Que tal vez todo esto no sea más que una casualidad.

O no. Es difícil saberlo.

En eso consiste la paranoia.

Nuestra gran derrota.

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Llega un día en que, los empleados de la única fábrica del pueblo, son llamados a una reunión.

Hace meses que escuchan rumores. Nadie ha querido decirles nada directamente cuando han preguntado. Pero, sí, llega el día y la empresa les comunica que va a trasladar la fábrica a una ciudad de nombre casi impronunciable, en un país de Europa del Este.

Al principio, claro está, los trabajadores se indignan. Que cierre la fábrica no supone únicamente que ellos, que llevan casi toda la vida trabajando en ella, se vayan a quedar sin trabajo. Supone que tampoco sus hijos, cuando crezcan, lo tendrán. Supone darle una estocada casi mortal a la economía de su pueblo. Incluso de toda la comarca. Con la fábrica se irá el dinero. Ese dinero que entraba en los comercios y en los bares después de haber entrado en las casas de los trabajadores. Ahora, presente y futuro, parecen haber desaparecido como desaparece el suelo bajo los pies de uno.

Sin embargo, cuando, enfadados, quieren saber por qué, la empresa les responde:

– Para minimizar costes.

La empresa no tiene pérdidas, es, simplemente, que llevando la producción a esa ciudad obtendrán más beneficios.

Muchos de los empleados, aunque les joda, lo entienden. Claro, es normal, comentan después. El dueño de la fábrica quiere gastar menos y así ganar más. Quizá, se recrimina alguno, si hubiésemos cobrado menos no pasaría esto.

Y así es como se infringen ellos mismos un castigo más pesado que el haber perdido su trabajo. Aceptando la mentalidad y las razones de quién les ha hecho esa putada. Esa es la segunda y más dura derrota.

Vivimos una fase salvaje del capitalismo. No hace falta ser muy observador para darse cuenta de que, ahora mismo, el sistema económico que, tras la Segunda Guerra Mundial, la política consiguió domesticar en los países occidentales, cabalga desbocado. Ya he hablado muchas veces del enorme fallo que supuso eliminar los controles políticos a la economía. El enorme daño que el neoliberalismo le está haciendo a la Humanidad. Pero, para conseguir algo así, para imponer esta visión del mundo como una mercancía, el capitalismo ha tenido que librar primero una “batalla espiritual”. Antes de conquistar el mundo, ha tenido que conquistar la mentalidad de la gente. Y ahí es donde, los trabajadores de ese supuesta fábrica cerrada, han perdido la batalla.

En realidad, todos la hemos perdido. ¿O acaso no hemos aceptado todos tácitamente la ética del máximo beneficio, el principio según el cual es normal hacer lo que sea necesario para garantizar más ganancias, más dinero? ¿Acaso no hemos aceptado todos que el dinero es el bien máximo en nuestra sociedad? ¿Acaso no hemos dejado en un segundo plano otros valores para situar los propios de la empresa en el centro de nuestra vida? ¿Es que, acaso nosotros, no veríamos también normal que se nos despidiera para conseguir ganar un poco más de dinero?

Quizá precisamente por este motivo en España, en Grecia o en Portugal no se haya producido ya un estallido social. Porque la gente ve como algo normal, incluso lícito, que la desposean de sus derechos en aras de una ganancia superior. Tal vez porque hemos asumido esta idea, las empresas españolas pueden dejar de fabricar en España, destruyendo miles de puestos de trabajo, para irse a fabricar a lugares donde no se cumplen unos stándares mínimos de respeto a los derechos laborales. Tal vez por eso pueden evadir impuestos y llevar su dinero a paraísos fiscales. Pueden hacerlo y conseguir que sigamos comprando en sus tiendas de ropa. Pueden hacerlo sin quedar completamente desacreditadas. Pueden hacerlo porque nosotros hemos acabado pensando como ellas.

Sin embargo, algo parece estar cambiando. Es posible que, en cierta manera, esta “ética del máximo beneficio”, esté, poco a poco, abandonando la visión que del mundo tiene la gente. Pero es un veneno que será muy costoso de eliminar. Al fin y al cabo, desde el final del comunismo y sus horrores, el capitalismo se ha mostrado como la única manera posible de entender el mundo, como si no hubiese ninguna otra opción. Así nos hemos educado muchas generaciones. Pero hay otras formas de organizar la sociedad. Encontraremos otra manera en la que ganar dinero pese a quien pese no se lo normal.  Y más ahora que el sistema parece vivir en una crisis definitiva.

Quizá sea, precisamente, el cambio de mentalidad de la gente que destierra estos principios  de su vida personal, lo que haga que se tambalee. Porque, cuando la gran mayoría dejemos de aceptar que todo vale con tal de ganar dinero, el sistema que se nutre de esa idea caerá por su propio peso.

Pero eso no pasará hasta que veamos el que nos echen a la calle sólo para ganar más como lo que es. Una injusticia.